La costumbre de esconder huevos pintados en los jardines de las casas, para alegría y regocijo de los niños que los encuentran, es asimismo muy antigua y se sigue manteniendo hoy día en muchos países. Simboliza la persecución del niño Jesús por parte de Herodes y los engaños puestos por Dios para evitar que fuera encontrado por el tirano. En Medio Oriente todavía se siguen intercambiando huevos carmesí, para recordar la sangre de Cristo. Los armenios los vacían y los decoran con imágenes de Cristo y de la Virgen. Y en Polonia y Ucrania, por Pascua, hacen verdaderas obras de arte con cera fundida sobre su cáscara.
La fiesta que hoy conocemos como Pascua estaba en sus más primitivos orígenes consagrada a la pujanza de la Naturaleza y más en concreto, a la diosa de la fertilidad de los asirio-babilónicos Astarté-Ischtar (la misma Diosa Madre que recibió otros muchos nombres y que por ejemplo, los fenicios-cartagineses conocieron como Tanit, los egipcios como Isis, en los países nórdicos fue Easter, para los griegos Afrodita y para los romanos Venus). Los asirio-babilonios, buenos astrónomos, la identificaban con una de las estrellas más brillantes que observaban en el cielo y la denominaban “la estrella de suave fulgor”. Quizás por ello, ya en el Antiguo Testamento el profeta Jeremías se queja así: “Los hijos amontonan la leña, los padres le prenden fuego y las mujeres amasan la harina para hacer las tortas de la Reina del Cielo y libar a los dioses extraños, para darme pesadumbre.” (Jer. 7, 18). Esa “Reina del Cielo” no era otra que Istar, la que hoy relacionamos con la estrella Venus, la gran divinidad del panteón semita.
Según el primigenio mito de la Creación de los babilonios, un huevo de gran tamaño cayó desde el cielo al río Eufrates. De este maravilloso huevo fue engendrada la diosa Astarté. Por esto el símbolo del huevo llegó a ser asociado con dicha diosa. Inicialmente ella representaba el culto a la madre naturaleza, a la vida y a la fertilidad, así como la exaltación del amor y los placeres carnales. Con el tiempo se tornó en diosa de la guerra y recibía cultos sanguinarios de sus devotos. Se la solía representar desnuda o apenas cubierta con velos, de pie sobre un león o acompañada de algún tipo de bestia o animal.
Esta creencia originada en Babilonia se expandió con rapidez por todo el mundo: los antiguos druidas de las culturas celtas portaban un huevo como emblema sagrado de su fe; los egipcios lo asociaron con el sol y los huevos coloreados eran usados como ofrenda de sacrificio durante las fiestas de Isis; y hasta en China y en Japón se adoptó esta creencia, considerando el huevo de Pascua como símbolo de vida y resurrección.
Así pues, prácticamente todos los pueblos del mundo (desde los chinos a los occidentales, pasando por los egipcios, hindúes, persas, galos, griegos o romanos, entre otros) han adorado al huevo como símbolo universal de vida. Para los fenicios, tanto el huevo como la liebre eran símbolos de su diosa de la fertilidad, Astarté. Desde los tiempos más remotos, desde las primeras civilizaciones, existió ya el culto al huevo y a su simbolismo, puesto que entre esas primeras culturas, el huevo se consideraba como un medio para aumentar la potencia sexual y un encantamiento para lograr la fertilidad.
Entre los judíos, el huevo de Pascua se origina en el huevo que forma parte de los ritos del Séder (cena de pascua), y simboliza el duro corazón del faraón egipcio que no daba libertad al pueblo hebreo. Más adelante, los cristianos adaptaron a su religión el huevo y lo tomaron como símbolo de la nueva vida y de la resurrección de Jesús.
La iglesia católica prohibió el consumo en Cuaresma de carnes rojas y huevos. El domingo de Pascua, la gente los hacía bendecir para luego comerlos en familia y obsequiarlos también a los vecinos. En la Edad Media, en Semana Santa era común que los censos feudales se pagaran con huevos y se estipuló como día de pago el domingo de Pascua.
En la India y países semitas de la religión oriental, el huevo ha representado desde siempre el germen primitivo, escondido en el agua. En la cosmogonía védica se cree que las aguas originarias se elevaron y dieron origen a un huevo de oro, del cual salió el creador del mundo.
En Egipto, el simbolismo del huevo se asemeja al mito griego de la Caja de Pandora; se cree que el dios Osiris y su hermano Tifón (Seth), lucharon entre sí e introdujeron todos los bienes y los males del mundo en un huevo; al romperse el mismo, todos los males se distribuyeron por el planeta. Tanto en Persia como en Grecia y Roma, era muy común pintar huevos y comerlos en las fiestas en honor a la primavera. Su símbolo de vida nueva hizo que durante muchos siglos, se dieran huevos como regalo en los festivales de esta estación florida, llena de vida, de sol y naturaleza.
En el siglo XVIII, el Papa Pablo V bendijo al humilde huevo en una plegaria, quizás para comprensar la prohibición, decretada por la Iglesia en el siglo IX, de consumirlos durante toda la Cuaresma. Para ‘saltarse’ de algún modo dicha prohibición, la gente los cocía y los pintaba y adornaba, para poder distinguirlos de los frescos.
La costumbre de esconder huevos pintados en los jardines de las casas, para alegría y regocijo de los niños que los encuentran, es asimismo muy antigua y se sigue manteniendo hoy día en muchos países. Simboliza la persecución del niño Jesús por parte de Herodes y los engaños puestos por Dios para evitar que fuera encontrado por el tirano. En Medio Oriente todavía se siguen intercambiando huevos carmesí, para recordar la sangre de Cristo. Los armenios los vacían y los decoran con imágenes de Cristo y de la Virgen. Y en Polonia y Ucrania, por Pascua, hacen verdaderas obras de arte con cera fundida sobre su cáscara.